Solo el cielo era más enorme que mi orgullo. Mis manos, manchadas de la sangre de la reina Elogra, estaban enguatadas con unos preciosos guantes plateados, a conjunto con el entallado vestido. Deseaba que llegara ya Edmund, mi querido consejero, mi mejor Nigromante, mi más ilustre amante. No entedia porque deseaba tanto a ese simple humano. Era algo extraño...
Con estos pensamientos me fui perdiendo.